lunes, 16 de junio de 2008

MODUS VIVENDI

Miró su reloj con esa manía que lo acompañaba desde la época en que viajaba en chevallier; un rasgo capaz de incomodar a otros, por obsesión, por vago automatismo. Miraría receloso tratando de vaciar el enigma del agujero negro, ya que su propia fe iba consumiendo el aire en el segundo piso de la compañía de seguros. Algo remoto le permitía igualar esas paredes con una trampa de amnesia. Bebió el octavo café de la jornada y sonrió: la caricatura del gerente había brotado impiadosa, levantando apenas la birome del papel.
Apareció la sombra de una mujer con las preguntas de la vida en común y su correlato de búsqueda. Bromeó con la perspectiva de aquel plan de viviendas que terminara en feroz maniobra política. Colgó de la ventana el atardecer mojado por el destello infernal de Rio de Janeiro, como el ritmo del carnaval, unánime, lo poseyera. Revisó lo aprendido en el polígono de tiro donde alcanzaba -tres veces por semana- un singular desdoblamiento.
Bajó a la calle y no sintió el primer deseo del otoño en la garganta. A bordo del ascensor, creyó devorar los pisos mientras el espejo lo mostraba cansado, felino, distante. Miró la urdimbre de los edificios que se tendía frente a él, imitando un laberinto sórdido. El noveno café, la lluvia circular del segundero; ahora dibujaría el apetecible cuerpo de la abogada.

Había adquirido la convicción -certera- de que la vida quemaba en el estómago: un ardor viscoso, lleno de la esencia gris del abatimiento. Imaginó que le disparaba a su derrota.
Recuperó minuciosamente los papeles de su legajo, saboreando las impresiones del rehén civilizado a quien aplastaron durante doce años. Estaba hecho.
Volvió al abismo del reloj, tentando la clave enfermiza. En el anotador dejó escapar el perfil de la contadora. Hizo un par de llamadas con el celular.
Para no lamentarse como flamante desocupado, esa noche, con el apoyo de dos amigos, mató al gerente a pocas cuadras de su casa, que añoraría como definitivo paraíso.

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