jueves, 24 de julio de 2008

HERIBERTO CORREA

Ninguno de los presentes quiso creerme cuando referí los hechos acontecidos en el campo de Almada; fue en el bar de Bruno, pasada la medianoche, extraño momento para confidencias... Había recibido la invitación del capataz y, con el entusiasmo que genera en mí el trabajo rural, llegué bien temprano. Se trata de unas 65 hectáreas. La crianza de vacunos complementa la principal actividad: el cultivo de maíz y soja. Heriberto Correa vivió desde los 12 años con los Almada; hombre maduro ya, soltero, concentraba en su persona hasta el último detalle de la explotación del campo, aunque hiciera gala de una pavorosa sobriedad luciendo amplia sonrisa que, entre otras cosas, aparecía como un guiño de su inteligencia. Lo llamativo: Correa no estaba en la casa. "Se habrá decidido por la redacción de sus memorias", pensé, "hace tiempo que sueña con plasmar un agradecimiento a los Almada." Los ruidos provenientes del galpón me asustaron; como si varias personas hubieran puesto a punto máquinas o herramientas, para comenzar sus labores. Sobrevino el silencio. Una señora vestida con camisón cruzó el patio en dirección a la parte sembrada. Tenía una gran mancha de sangre en el pecho. Era la tía de Justo Almada; se había suicidado a principios de 1934. La sensación de estupor dio paso a la perplejidad. ¿Por qué iba a quedarme completamente solo frente a la muerte? Marcos Benetti pasó con los ojos muy abiertos: él amó profundamente a la mujer del camisón incendiado. "A cualquier precio, lo juro", repetía una y otra vez. Durante quince minutos el sol dejó de brillar, transformando la atmósfera en vago preludio de tornado. Tuve la certeza de que no saldría de la casa si debiera protegerme. Pero no, Heriberto me alcanzó el mate y cumplió con su papel de hombre hospitalario, saludable y hospitalario.

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